lunes, 21 de septiembre de 2009

Hacia una sociedad de la incomunicación...



En el siguiente artículo, el escritor uruguayo Eduardo Galeano aborda el problema de la concentración del poder de los medios de comunicación en el mundo y sus dramáticas consecuencias, especialmente para los países periféricos, como la Argentina. Eduardo Galeano es autor de los libros 'Las venas abiertas de América Latina', entre otros.




El mundo nunca ha sido tan desigual económicamente ni tan igualizador en cambio en relación con las ideas y la moral. Hay una uniformidad obligatoria, hostil a la diversidad cultural del planeta. La nivelación cultural ni siquiera puede medirse. Los medios de comunicación de la era electrónica al servicio de la incomunicación humana están imponiendo la adoración unánime de los valores de la sociedad neoliberal. Jamás la tecnología de las comunicaciones estuvo perfeccionada; y sin embargo nuestro mundo se parece cada día más a un reino de mudos. La propiedad de los medios masivos se concentra más y más en pocas manos; los medios dominantes están controlados por un puñado de poderosos que tienen el poder para dirigirse al mayor número de ciudadanos a través del planeta. Nunca antes tantos hombres fueron mantenidos en la incomunicación por un grupo tan pequeño.
El número de aquellos que tienen derecho a escuchar y a mirar no cesa de aumentar, mientras que se reduce vertiginosamente la cantidad de los que poseen el privilegio de informar, de expresarse, de crear. La dictadura única, impone en todas partes un mismo modo de vida, y confiere el título de ciudadano ejemplar al consumidor dócil, a escala planetaria, con arreglo a un modelo propuesto para la televisión comercial norteamericana.
El ejemplo de la mayor televisión pública europea está muy lejos de haberse internacionalizado; en revancha, las cuatro esquinas del globo y la propia Europa, han resultado conquistadas por ese venenoso coctel de sangre, de Valium y de publicidad que caracteriza a la televisión privada de los Estados Unidos.
En ese mismo mundo sin alma que nos presentan los medios como el único posible, los mercados han sustituido a los pueblos; los consumidores a los ciudadanos, las empresas a las naciones y a las ciudades. Las competencias comerciales a las relaciones humanas. Nunca antes la economía mundial fue tan poco democrática, y jamás el mundo más escandalosamente injusto. Las desigualdades, según las cifras de las Naciones Unidas y el Banco Mundial, se han duplicado.
Ese mundo de finales de siglo, paradisíaco para algunos e infernal para la mayoría está marcado con hierro rojo por una paradoja. En primer lugar, la economía mundial necesita un mercado en perpetua expansión para que las tasas de beneficio no se desplomen. Al propio tiempo precisa, por idénticas razones, de brazos que trabajen a precios de miseria en los países del Sur y del Este.
Segunda paradoja, corolario de la primera: el Norte dicta, de manera cada vez más autoritaria, órdenes a esos países del Sur y del Este para que importen y consuman más, pero lo que en ellos se multiplica son las mafias, la corrupción y la inseguridad. Las neo-sociedades de consumo emiten mensajes de muerte. La varita mágica de los créditos, la deuda externa que se hincha hasta la explosión permite procurar nuevos productos inútiles a la mayoría de los consumidores. La televisión se encarga de transformar en necesidades reales las demandas artificiales que el Norte inventa sin cesar y que expande exitosamente en todo el mundo. Incluso, en las heladas aguas del mercado, los náufragos son más numerosos que los que disfrutan de la travesía.
Para los millones de jóvenes del Sur condenados al desempleo o a salarios de miseria, la publicidad no estimula la demanda sino la violencia. Los medios lo repiten sin cesar: "Quien no tiene nada no es nadie. Quien no tiene un auto o zapatos de marca no existe, es un deshecho". Así se les impone el culto al consumo a millones de alumnos en la escuela del crimen.
La televisión propone un servicio completo. El crimen es el espectáculo más preciado de la pequeña pantalla. "Golpea antes de que seas golpeado", aconsejan los juguetes electrónicos. "Estás solo, no cuentes más que contigo mismo"... "Tu también puedes matar"...
Los medios dominantes presentan la actualidad como un espectáculo fugaz, ajeno a la realidad, vacío de memoria; ayudan a ahondar en las desigualdades. Todavía la pobreza suscita pena, pero cada vez menos indignación; se expande la idea de que los pobres son resultado del azar o el fruto de la fatalidad. Hace 20 años se percibía la pobreza como consecuencia de la injusticia, pero ahora "es el justo castigo que merece la ine-ficiencia" o "una manifestación del orden natural de las cosas".
El código moral de este fin de siglo no condena la injusticia sino el fracaso. Robert McNamara, uno de los responsables americanos de la guerra de Vietnam publicó un largo mea culpa. En su libro 'In Retrospect' admite que fue un error. Pero -dice- si esa guerra que causó la muerte a tres millones de vietnamitas y a 58 mil norteamericanos fue un error es "porque no la ganaron los Estados Unidos".
Con el sistema de castigos y de recompensas que concibe la vida como una carrera desenfrenada entre algunos ganadores y muchos perdedores, la derrota es el único pecado sin redención.
Carros invencibles, jabones portentosos, perfumes excitantes, analgésicos mágicos: a través de la pequeña pantalla el mercado hipnotiza al ciudadano consumidor. Pero a veces entre spot y spot, la televisión coloca algunas imágenes de hambruna y de guerra. Esos horrores, esas fatalidades, llegan de otro mundo, del infierno, y sólo subrayan el carácter paradisíaco de la sociedad de consumo.
Muchas veces las imágenes infernales provienen de Africa. La hambruna africana se exhibe como una catástrofe natural y las guerras en ese continente sólo muestran un enfrentamiento tribal. Esas son historias de negros. Las imágenes del hambre olvidan recordar el saqueo colonial. Rara vez se menciona la responsabilidad de las potencias occidentales que desangraron el continente por medio de la trata de esclavos mediante la imposición de monocultivo, y que perpetúan la hemorragia con el pago de salarios y la fijación de precios de miseria.
Otro tanto cabe decir con las imágenes de guerra. Se silencia también la herencia colonial; idéntica impunidad para los inventores de las falsas fronteras que desgarraron a Africa en más de 50 pedazos. Y para los traficantes de muerte del norte, vendedores de armas que atizan las guerras en el sur.
Los amos de la información, en la era de la informática, llaman comunicación al monólogo del poder. La libertad de expresión universal consiste en actuar de manera que la periferia del mundo obedezca a las órdenes que emite el centro sin tener derecho a rechazar los valores impuestos por éste. La clientela de las industrias culturales no tiene fronteras; es un supermercado de dimensión mundial donde el control social se ejerce a escala planetaria.
Tal es el espejo engañoso que enseña a los latinoamericanos a mirarse con los ojos d aquellos que les desprecian y los condiciona a aceptar como destino una realidad que los humilla. La ofensiva envilecedora de la incomunicación nos obliga a medir la importancia del reto cultural. Hoy, más que nunca, hay que asumir ese reto cuando los medios, en este final de siglo, quieren persuadirnos de que hay que abandonar la esperanza como quien deja un caballo exhausto.-

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